viernes, 16 de enero de 2009




CON LOS MISMOS VIEJOS OJOS NUEVOS

Por Obeida Benavidez

Hace unos meses, cuando empezamos a hablar de tradición y contemporaneidad como dos conceptos opuestos, la primera instantánea que apareció en mi imaginario fue la distancia temporal establecida entre ellos. Luego, al realizar la ruta por los Montes de María, apareció la distancia espacial vinculando íntimamente la tradición a lo rural y lo contemporáneo a lo urbano. Y aún más tarde, cuando comenzamos a hablar con los portadores de la tradición, apareció una luz que señalaba el carácter popular de la tradición y la condición académica de lo contemporáneo.


Entonces surgen múltiples interrogantes que bombardean las posturas desde las cuales se mira el acercamiento por parte de los nuevos creadores a la tradición. ¿Qué es tradición? ¿Qué es cultura popular? ¿Por qué miramos hacia ella? ¿Cuáles son las razones de Estado para hablar de la necesidad de la preservación de la cultura tradicional? ¿Preservarla de qué? ¿Cómo? Cada una de estas preguntas me han acompañado desde ese entonces, y parece que ha llegado el momento de darles respuesta, si no exhaustiva, por lo menos sí un acercamiento desde la percepción que me da ser quien soy: la última de la fila.


Antes de empezar a intentar responder estos interrogantes, vamos a mi propia historia. Soy la nieta de Petrona Vanegas Zurita, natural de San Antero , hija de indígenas zenúes. A través de mi madre me legó los aromas de su cocina de carbón en Blas de Lezo , habitada por las costumbres culinarias de un pueblo que yo no conocía. Nunca fui consciente del peso de la herencia de esa abuela grande, totémica, impenetrable, hasta cuando volví (como si hubiese estado antes) a las plazas de mercado en Montería y descubrí en otras manos el sabor de su comida, un año después de su muerte. Un sabor que recobraba para mi memoria los juegos, colores, fiebres de infancia, y la respuesta siempre igual de la abuela cuando le preguntaba por su pasado: “Prefiero no acordarme”. Yo, urbana de punta a punta, me sentí Caribe sólo cuando estando lejos de esta tierra, volví a enfrentarme con ella. Con razón dice William Ospina que la mejor manera de conocerse a uno mismo es en el contraste con lo distinto.


A partir de esta experiencia ¿como puedo definir cultura? Urbana como soy, acudo al internet: “La cultura es el conjunto de esquemas mentales y de conductas mediante los cuales la sociedad consigue una mayor satisfacción para sus miembros (Kotler). La cultura incluye los valores, ideas, actitudes y símbolos, conocimientos, etc. que dan forma al comportamiento humano y son transmitidos desde una generación a la siguiente. La cultura consiste en un conjunto de modelos de comportamientos adquiridos, implícitos y explícitos que, transmitidos mediante símbolos, constituyen los elementos distintivos de los grupos humanos. La esencia de la cultura son las ideas tradicionales y especialmente los correspondientes valores que subyacen a las mismas” (Intrigada por quién será ese Sr. Kotler, me encuentro con una sorpresa: se trata de Philip Kotler ¡el gurú del marketing! Creo que la elaboración de este ensayo me está llevando por caminos laberínticos con derivaciones a territorios desconocidos y, por que no decirlo, sospechosos…)


Entonces ¿Soy tradicional o contemporánea? Yo me siento contemporánea. Mi lenguaje sobre el escenario es contemporáneo, sin lugar a dudas. Mi discurso y mi estética son contemporáneos. Pero también va en mí el legado de mi abuela. Tal como dice la definición a la que seguramente acudirán todos los jóvenes de hoy en día a la hora de hacer la tarea, soy depositaria y transmisora de “los valores, ideas, actitudes y símbolos, conocimientos, etc. que dan forma al comportamiento humano”.
Este hecho desdibuja entonces esa distancia que establecemos a priori entre tradición y contemporaneidad, referida a la ubicación espacial. Aún sin conocer de primera mano el paisaje en el cual nace, crece y se cría mi abuela, reconozco como mía su cultura. Ella me ha dado la tradición, en el sentido cultural y jurídico del término. No me son extraños sus usos y costumbres. Me siento parte de ella y lo soy. Nadie dudaría sobre mi naturaleza de cordobesa al verme, al escucharme, al probar mi cocina, oír mi timbre de voz o ver cómo me muevo. Me pasa como al paisaje del lugar en el que vivo, en donde conviven los árboles de matarratón y roble amarillo, con los nuevos árboles de nim o el cardamomo. Se construye en mí una nueva geografía de mi cultura. Lo que recibí de mis ancestros, se amalgama como en una ciénaga, como en la fragua, con lo que recibo de afuera. Lo global. Pero no es lo global indiscriminado. Hay una purga instintiva de esas especies foráneas que llegan a vivir en mí en mi cultura: tiene que haber una cierta compatibilidad con lo que ya existe, y una total posibilidad de supervivencia en el medio que le ha correspondido. Mi medio.
Así como no podría pretender sembrar tulipanes en el desierto, hay ciertas características culturales que no puedo implantarme, por mucho que me interesen racionalmente. El trasplante que Armando Discépolo nos hizo de la forma brechtiana del teatro prosperó en América Latina gracias a las condiciones especiales que plantearon las dictaduras y los movimientos políticos obreros y campesinos. Las nuevas formas de danza y entender el movimiento prosperan porque nuestra genética nos marca una morfología que no tiene nada que ver con el ballet. No hay nada más frustrante que intentar ser contra Natura.
Esta imagen me lleva al concepto de cultura – ciénaga. Yo – ciénaga. Sólo lo que tiene las condiciones para adaptarse al agua salobre de la ciénaga, puede vivir en mí. Si ya había hablado de los territorios fronterizos, ahora debo hablar de los territorios cenagosos en los que las distancias de tiempo, espacio o clase, dejan de existir para permitir el intercambio arbitrario, caótico, del fluido vital de la sociedad: su cultura.
Somos móviles. Ya no estamos atados a la tierra, como los siervos de la gleba. Migramos. Y con nosotros llevamos nuestros usos cotidianos y la nostalgia por lo que queda atrás. Si llegamos a encontrar a alguien que proviene de la misma cultura, nos fundimos con ellos en un gueto que propicia el reconocimiento, la reafirmación de la identidad. Y el intercambio de modificaciones. Vemos en el otro de qué manera ha logrado hacer convivir su tradición con su nuevo mundo. Y aprendemos. Y aplicamos. Haciendo pequeñas modificaciones a esa cultura tradicional. Sin intenciones que vayan más allá de lograr “una mayor satisfacción para sus miembros” (otra vez Kotler. Raro, ¿no?) Pequeñas modificaciones que contaminan la cultura. ¿O debería decir “polinizan”?


Aquí aparece entonces otro concepto que inutiliza la distancia tempo – espacial que pretende establecer el binomio tradición – contemporaneidad. San Internet acude en mi ayuda: resulta que en la polinización la fecundación (es decir, la garantía de supervivencia de una especie que no puede practicar la autogamia) se da entre especies lejanas físicamente entre sí, gracias a las patas y antenas de los insectos que las visitan. Los insectos se acercan a estas flores porque son perfumadas y de colores atractivos. Cuando mi abuela tótem sale de su lugar natal (flor 1) se convierte en un insecto que lleva con ella el polen de su cultura a otra ciudad (flor 2) y me la entrega transformada, convertida en la semilla que dará origen a una nueva visión de lo mismo (flor 1), la cual a su vez yo entregaré a otros (flor 2) para que la transformen. El mundo ya no es una aldea si no un jardín global donde el polen de las diversas culturas se cruza infinitamente, promoviendo la aparición de nuevas categorías de una misma especie. Esto desborda mi capacidad de comprensión.


Entonces: ¿Ya no puedo establecer distancias temporales entre lo actual y lo antiguo? Parece que no. Porque lo nuevo en cultura nace necesariamente contaminado, permeado por lo anterior. Aprendo desde un punto de partida. En cultura no existe la tábula rasa. Aún cuando mis procesos intelectuales no se hayan percatado, ya estoy aprendiendo. Porque la cultura se mama al tiempo con la leche materna… “conjunto de modelos de comportamientos adquiridos, implícitos y explícitos” (otra vez surge Kotler… se disparan las alarmas con este gurú del marketing). Y sólo podré asimilar aquello que guarda alguna relación con mis orígenes y la vida que me ha correspondido vivir en el tiempo que me ha tocado. Soy el resultado de mi momento histórico.


Destruida la distinción tempo – espacial entre tradición y contemporaneidad, nos queda entonces la que se refiere a las clases sociales que las alimentan. Ingrato aspecto. Es pretender que los poderosos y los intelectuales sólo pueden gustar a Bach, Beethoven y Mozart. Pero estos grandes compositores se nutrieron de la música tradicional de sus países revolucionando la sonoridad de su época. Entre nosotros mismos, Lucho Bermúdez “blanqueó” la gaita y el porro, para adaptarlo al gusto timorato de la sociedad “culta” de la época (¿quien no ha gozado con su Carmen de Bolívar?) y los Gaiteros de San Jacinto al tiempo que siguen siendo populares, son reconocidos y respetados como grandes músicos en los círculos más exquisitos del poder económico e intelectual. La música sacra de Mompox no es más que la apropiación de los instrumentos y las estructuras musicales de las composiciones religiosas del Siglo XVIII vigentes en Europa, que son respetadas, reconocidas y amadas por los momposinos, sin distingo de condición social o raza.
Si pretendemos calificar el arte de popular o culto dependiendo de sus fuentes, desconocemos el camino del creador, que hace confluir en esa, su flor, todo aquello que lo ha atravesado en el momento justo de la génesis del acto creativo. Y si nos apoyamos en el hecho de que se aprende en una escuela especial para artistas, llámese conservatorio, academia o como quieran, decimos entonces que sólo hay una forma de transmisión ordenada del conocimiento, que la lógica intuitiva acerca del cómo aprender se da en una sola vía, sin la escucha certera del maestro hacia el pupilo. Hay una ciencia que está más allá de lo científico. Ya la física cuántica se está encargando de desmontar la hegemonía establecida por las ciencias exactas, reconociendo el poder del caos.


Tal como lo veo, estamos apurados por definir lo cambiante. La cultura es mutante agua de ciénaga que no tiene nunca la misma composición. Definir. Denominar. Describir. Encerrar el mundo y su contenido en el universo de la lingüística. Esto le sirvió mucho a José Arcadio Buendía, cuando comenzó a escribir letreros quijotescos en contra de los molinos que empujaban la enfermedad del olvido. La definición es académica. Pretende recoger en sí misma el universo poliédrico de lo que es. Ser y definir no son la misma cosa. El primero implica propiedad. Ser uno solo con la condición. Definir implica la distancia del observador, del que analiza mientras está afuera del objeto de definición. Y la definición se vuelve necesaria cuando nos amenaza la enfermedad del olvido.


Ahora, después de este recorrido físico, emocional y del pensamiento por la geografía espiritual de los Montes de María, creo adivinar el pudor con el cual se oculta al extranjero la esencia de la identidad. No es posible contarla. No es posible denominarla. El que denomina corre el riesgo de excluir de ese nombre justo la arista importante que hace una obra de arte.


La cultura se vive en los encuentros, los festivales, las fiestas patronales, en donde la tradición vive porque se renueva. El pasado 7 de diciembre, los mariabajeros celebraron su Festival del Bullerengue, en donde compartieron por igual los jóvenes del Carmen de Bolívar que traían una propuesta permeada por su cercanía con otras visiones del arte de la danza, con las agrupaciones de Turbo y Guayabetal, suspendidas en el tiempo, conservadas tal como las aprendieron de sus mayores. En este Festival se cantó en honor a Eulalia González, fallecida en el 2007 a sus 99 años, luego de toda una vida dedicada a su familia y al bullerengue. A pesar de los olvidos políticos e inclusive a pesar de su apoyo, la cultura de los pueblos está viva y goza de buena salud. Estos espacios se lo permiten.


Ante la arremetida virtual de la cultura foránea a través de la televisión, la radio y el internet, se hace indispensable propiciar el espacio – tiempo del encuentro. Porque la cultura no se cuenta ni se aprende de vista. Se experimenta con cada uno de los sentidos y en el plano metafísico. La cultura es más que un bien comercial (¿me escucha, señor gurú del marketing?)


Cuando hablamos de la cultura de un pueblo, no pueden hacerse distingos de condición social, lugar o conocimiento académico. El pueblo lo conformamos todos los que compartimos la cultura. Quienes oímos el sonar de su tambor y sentimos que ese sonido es la respuesta a una necesidad primigenia que ni siquiera sabíamos que existía. En el intercambio de aguas de nuestras ciénagas, propiciamos la polinización y pasamos de ser el archipiélago del que habla Benítez Rojo a convertirnos en una oleada de sabores distintos pero iguales en su conexión con la raíz fundamental de la cultura Caribe que es mirada con estos mismos viejos ojos nuevos que me heredó una abuela totémica que prefería no hablar de su historia mientras la estaba viviendo.

Obeida Benavides Nieves
Barranquilla, Diciembre 18 de 2008


Bibliografía:
OSPINA, William. Relato de un país que perdió la confianza.2007.
BENÍTEZ ROJO, Antonio. La isla que se repite. El Caribe y la perspectiva posmoderna. Ediciones del Norte. 1989.
KOTLER, Philip. ARMSTRONG, Gary. Fundamentos de Mercadotecnia. Editorial Prentice Hall Cuarta Edición. 1998.